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domingo, 24 de octubre de 2010

La Siembra


En la historia, ha quedado un nombre: William Webb Ellis, como el inventor del Rugby. Ocurrió una tarde de 1823 en la Escuela Pública de Rugby, cuando en medio del fragor de un partido de fútbol, Webb Ellis levantó el balón con las manos, lo que era prohibido y corrió a la meta.

Nunca imaginó este joven de origen Irlandés hasta donde llegaría su innovación. Es que, al decir de Napoleón: “Uno no hace más que comenzar las cosas, luego las cosas nos arrastran.’

De la misma manera, la semilla que en un joven se siembra en un deporte de estas características, debería necesariamente fructificar de manera adecuada. Webb Ellis, quién se ordenó sacerdote, seguramente habría hecho suya la siguiente oración del padre Esteban Uriburu: “Gracias porque puedo entrar en la cancha a jugar este partido. Por los compañeros con quienes jugaré y por aquellos a quienes enfrentaremos. Ayúdame a que el fragor de la lucha no empañe la transparencia de mi testimonio. A saber ganar y a saber perder. A mantener siempre en alto el espíritu del Rugby. Un día no podré entrar más en las canchas. Enséñame entonces a jugar en el campeonato de la vida, de tal manera que pueda alcanzar con todos mis amigos aquella corona que has prometido a los que te sean fieles. Amén’.

El Rugby posee esa esencia viril, como un llamado ancestral guardado en nuestro código genético: el desarrollo de un partido tiene algo de batalla, de estrategia, de valor y locura, de hermandad y pasión.
El hombre, tiene en determinados momentos de su vida que probarse frente a sus miedos, enfrentarse a ellos para vencerlos.

Todos tenemos ese guerrero interior que debe salir a la luz; debemos saborear alguna vez el placer de la victoria, sabiendo siempre que toda gloria es pasajera, como también el sabor agrio de la derrota, teniendo presente de que en el rugby, como en la vida, siempre se tendrá otras oportunidades: si no es el sábado que viene, será el campeonato entrante…

Aquellos que sólo ven en el Rugby la rudeza del deporte, no deben olvidar que la vida misma es dura y se debe estar preparado para sus embates. No importa cuantos golpes te den, debes preparar el cuerpo, la mente y el espíritu para superarlos y seguir adelante.

En la esencia misma de nuestro deporte está su limpieza, por tanto, quedan fuera cualquier tipo de infracciones y deslealtades, ajenas al verdadero espíritu del Rugby. No se gana a cualquier costo, sino a costa de un sacrificio individual y colectivo, respetándose a rajatabla las reglas del juego y al referí que dentro de la cancha las impone. Es el nuestro, un juego de caballeros.

En cuanto al rigor mismo del Rugby, debemos tener una sincera alegría en su bravura y un deseo de dar lo mejor de nosotros mismos. Y, por sobre todo, no tener temor a la derrota, mientras pongamos nuestro máximo esfuerzo por ganar ya que ese es el objetivo del juego. Si nos llega la derrota, es una lección antes que una pérdida, mientras que si ganamos nos sentimos satisfechos de saber que nuestro sacrificio resultó ser suficiente. Inmediatamente debemos prepararnos para el siguiente combate, dejando de lado cualquier vanagloria superflua y exabruptos.

Es en el tercer tiempo, donde el festejo con los amigos-adversarios patentiza el estrecho vínculo humano que el Rugby genera en los que lo practican. uno no juega al rugby contra el otro sino con el otro.
Por ello nuestro deporte así entendido, se convierte en una escuela de vida, de la que podemos abrevar grandes enseñanzas, si estamos prestos dispuestos a nutrirnos de las mismas.

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