Mi abuelo materno, a quien yo no he conocido, tenía unas tierras en Baradero que en una época servían para cosechar algunas cosas. El campo del abuelo era un lugar alejado de la mano de Dios, la ruta a Rosario, luego otra ruta (la 191) hasta Doyle y después unos diez kilómetros de tierra después de una curva y habiendo pasado un río.
El campo se llamaba (y se llama) Las Magnolias, y alguna explicación tendrá. Estimo que tiene unas 100 hectáreas, quizá un poco menos, y llegar, sobre todo en los días de lluvia, era algo serio y preocupante. Las Magnolias fue, hace algunos años, el destino de un equipo de rugby de señores mayores como nosotros, que pasó a llamarse, graciosamente, Los Magnolios, y cuya vestimenta era de un blanco purísimo (casaca y pantalón) y un escudo que era una magnolia.
Las medias eran las del club de cada uno. El equipo era una fiesta. Casi no había tres cuartos, por lo que teníamos dos problemas: uno, el handling. El otro, la cantidad de comida (en general los delgados tres cuartos comen escasamente la mitad que los luchadores forwards). El gordo Petaca era el apertura (su sueño de pibe), justo él, que nunca había dejado el puesto de pilar derecho. Casi todos los puestos eran ocupados por vigorosos forwards excepto los alas que eran casualmente los únicos dos tres cuartos del equipo.
Armamos una cancha en el campo, en una de las esquinas por donde pasaba el camino de tierra y levantamos una especie de tienda de campaña donde se hacían los terceros tiempos. De repente y de la nada llegaban 25 o 30 autos, los jugadores y sus familias, y la esquina de Las Magnolias se convertía en una especie de Unicenter un sábado de lluvia a las 5 de la tarde. Como teníamos problemas con los baños, hubo que improvisar con lonas y una camioneta abandonada. Las duchas eran bidones enganchados en palos y las haches eran unos caños de 8 que quedaron torcidos, pero daba como para despuntar el vicio.
Duró poco. Las señoras se quejaban de lo inhóspito y empezaron a no ir. El frío y la falta de un lugar acogedor ahuyentaron a otros. Un buen día ya no juntamos 15 o los contrarios se rehusaban a llegar tan lejos por tan poco. Y se acabaron Los Magnolios. Todavía queda en pie una de las haches y la camioneta esta en el mismo lugar. Si llegan a andar por la zona y se atreven, podrán ver los despojos de un sueño que fue cumplido, y que un día terminó. Bah, terminó. Los Magnolios siguen existiendo, y se entrenan el segundo jueves de cada mes en un restaurante español de Palermo, todos unidos, disfrutando la amistad que no se extingue, aunque el rugby "juego" haya pasado. ¿No les ocurre a ustedes?
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