En el rugby conviven varias circunstancias o razones que hacen del mismo un deporte absolutamente único.
En primer lugar, su verdadera grandeza radica esencialmente en que todos pueden practicarlo no solo con habitualidad sino también de manera competitiva.
A decir verdad, el fútbol es un deporte en cierta manera elitista ya que aquellas personas con limitadas capacidad físicas y técnicas quedan marginadas de jugarlo con seriedad.
Por el contrario, el rugby permite que sea desempeñado por una enorme masa de deportistas de toda índole.
Los altos y los bajos, los delgados y los morrudos pueden no solo practicarlo sino también tener algún suceso en este deporte.
Bajo esa atmosfera de inclusión y grandeza, cada uno podrá ser valioso y útil en el lugar que le corresponda.
Muchos de ellos, a pesar de sus apariencias podrán ganarse el mote de indispensable en su puesto.
Los de físico robusto podrán contar con un lugar dentro de la primera línea; los altos y longilíneos pueden ser sumamente valiosos como segundas o terceras líneas, y los menuditos por ejemplo pueden tener su espacio en el equipo desempeñándose como medio scrum.
Aquellos con capacidad para correr con velocidad podrán ubicarse como wing tres cuartos y los que cuentan con buenas destrezas para patear podrán tener un lugar como medio apertura.
En síntesis, las bondades descriptas convierten al rugby en un deporte para todos, en un fenomenal juego que no encuentra parangón en ningún otro deporte.
Muchos deportistas, habituales destinatarios de silbidos y cargadas en otras disciplinas podrán, en base a superación, tesón y entrega, ser dignos de admiración y blanco permanente de aplausos.
Incluso más, muchos de ellos podrán tener verdadero suceso en este deporte, con el aditamento de poder utilizarlo de manera profesional para convertirse en su medio de vida y subsistencia.
Por otra parte, existe otro aspecto particular que lo hace también diferente. Después de una dura batalla, jugadores, entrenadores, referí y algunos espectadores tienen la oportunidad de compartir un “tercer tiempo”. Es decir, una suerte de agasajo que el equipo local brinda a sus ocasionales visitantes cualquiera fuera el torneo, los vaivenes del juego y el resultado del partido. Una rareza en tiempos de bravuconadas y egoísmos tan marcados.
Algo insólito si se lo evalúa con la realidad que viven otros deportes hoy.
En el fútbol por ejemplo, un deporte dirigido por ineptos y gobernado por la violencia (física y verbal) sería imposible imaginar que, tras un partido, los protagonistas se unan en una fiesta para todos.
Suena casi ridículo que esos delincuentes que semanalmente se disfrazan de hinchas dejen atrás los alambrados y las zanjas perimetrales para compartir con sus jugadores una comida que tiene el condimento de una celebración.
Parece imposible que esos jugadores, que durante el partido han hecho culto a la mala educación, a la provocación, a la mala fe y al engaño como sistema de juego se unan en un festejo concurrente y común.
Si resulta una utopía que los protagonistas siquiera se saluden, difícilmente compartirán un tiempo juntos luego de terminado el partido.
Por último, otro aspecto que lo hace distinto es su honestidad y franqueza para practicarlo.
El rugby es un deporte de contacto y, por ende, solo puede ser practicado por jugadores que tengan absoluto control y por sobre todas las cosas buena intención.
Sería de necios creer y decir que no hay jugadores mal intencionados pero, también es cierto, ellos conforman la excepción y ratifican la regla.
El rugby necesita ser jugado por personas educadas, con capacidad de autocontrol e indudablemente ello sucede en la gran mayoría de los casos.
Parafraseando al Veco Villegas “podemos asegurar que es el juego más equilibrado, más balanceado y más perfecto que existe para el hombre…“ Vaya pues mi pequeño homenaje al rugby, a ese deporte único, donde nadie esta excluido y absolutamente todos tienen la oportunidad y el privilegio de practicarlo y disfrutar plenamente del juego.
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