En las historias de mi tierna juventud, ya he contado repetidas veces que a mis dulces 16 ya tenía cierto volumen corporal y jugaba, con un año menos, en la cuarta división dominguera de las 10:45 (maldita hora) y también al mismo tiempo en la reserva B que jugaba los gloriosos sábados a la tarde, cuando el club estaba lleno de gente, justo lo que a ellos les costaba conseguir para completar el quince que ingresaba a la cancha.
La reserva A era buena, pero la B no le andaba lejos, el problema era que no siempre juntaban los quince y en aquellos años no había cambios. En ese equipo de enormes amigos es que marqué el primer try de mi vida (los de infantiles no se cuentan) y también siguiendo a los amigotes haciendo las primeras barrabasadas típicas y razonables para la edad.
Eran años bravos pero recuerdo que apenas tenía 17 cuando íbamos a Marrakesh en Buenos Aires (Maipú casi Marcelo T. de Alvear, en el subsuelo) o a Mau Mau (en la curva de Arroyo) con esos queridos y extrañados amigos que ya tenían más de 20 años, y yo me colaba en las jodas, los bailes y la noche incipiente. Polo, mi querido amigo Polo, era (es) un segunda línea liviano, casi un tercera línea de peso, que saltaba en el line y que jugaba aceptablemente. Pero no era esa su mejor virtud.
Dueño de una facha de esas que las señoritas hacían cola para esperar que la anterior no fuera aceptada, y también de una voz envidiada por muchos cantantes famosos, Polo era nuestro ícono ganador de donde nos colgábamos los pobres para comer las migajas que dejaba su paso, es decir, las señoritas que quedaban cerca, y había que laburar y mucho con la palabra y los hechos, para compensar al modelo que era nuestro amigo. Y hubo suerte muchas veces.
Debo confesar a la distancia que tal como se dice, en la guerra y en el amor todo vale. Entonces más de una vez hube de rebajar la imagen de mi querido amigo con el objetivo de que la damita prefiera a este pobre forward simpático y veloz en lugar de ese funesto muchacho que desecha a las chicas como si fuera papel higiénico.
Juro que no fui tan cruel, pero a la sombra de Polo había que laburar y duro para ganarse el pan ... digo, las chicas. Hemos salido mil noches, hemos cantado cien más. Algunas veces, en algún piringundín de San Telmo, haciendo un dúo que el maestro gentilmente me regalara para poder convencer a nuestras acompañantes que yo también era un plato apetecible. Los años pasaron y nos seguimos juntando y jugando. Y aunque mi espalda ya me haya obligado a decir basta a jugar el viejo fútbol de la ciudad de Rugby, los amigos siguen estando, porque la amistad que se forja en una cancha de rugby supera las barreras y los años. Y sólo cuando cumplís algunos cuántos años podes darte cuenta de todo lo que el rugby y su entorno te han regalado: parte de tu esencia, tus códigos y tus amigos.
Menudo regalo. Gracias Polo por tu amistad, por tus canciones, por el rugby y por algunas chicas que no llegaron hasta tus manos pero que supieron quedarse con ese muchacho bueno y simpático que vendría a ser yo. Algunas veces, casi sin darme cuenta, me encuentro cantando canciones por lo bajo. "Americaaaaaa" dice mi voz, casi en cero. "Un inmenso jardín, eso es América" ... ahora es la voz de Polo que suena en mis oídos, pero del lado de adentro. "Cuando Dios hizo el Edén, pensó en América".
Ahora cantamos juntos, abrazados, como en tantos terceros tiempos, como tantas veces.
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