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viernes, 15 de abril de 2011

Aquel ensayo de Serge Blanco (Francia)



Ver el número de tu adversario es mala señal. Rota la línea de defensa, se agita cadenciosamente con el balanceo de unos brazos que llevan el balón más allá. Más allá de tu posición, más allá de tu alcance, a la marca, como en el caso de Serge Blanco en ese partido. El de 1987 entre Australia, anfitriona, y Francia, mejor equipo del norte. Qué partido, no por visto mil veces, menos fabuloso. El que ganara iba a la primera final del innovador torneo que, urdido por australianos y neozelandeses, en clubes de paredes forradas de madera y butacones de cuero, tintineando los hielos en el jugo de malta (sólo, naturalmente)  iba a revolucionar el deporte de Ellis.

Fue el 13 de junio de 1987 (yo tenía un exámen final ese día, creo que de Hacienda Pública, eso lo he olvidado, y puedo asegurar que sacrifiqué alguna décima, quizás un punto de la nota, por acabar e irme a verlo, que la diferencia horaria jugaba en mi contra). En el Concord Oval de Sidney, cuando los estadios no llevaban el cambiante nombre de un patrocinador y cuando TVE respetaba este deporte. Eran favoritos los locales, pero el corral que regentaba le petit Napoleon, Jacques Fouroux, guardaba gallos de pelea de pura raza, todos del sur del Hexágono, salvo ese chico que tuvo las agallas de debutar el otoño anterior frente a los All Blacks, el parisino Frank Mesnel. Los demás, una colección de vascos, landeses, occitanos: Patrick Lagisquet, el expreso de Bayona, Serge Blanco, el francovenezolano de Biarritz, Didier Camberabero, de Béziers, Phillipe Sella, de Agen, Denis Charvet, de Toulouse, Pierre Berbizier, de Agen, igual que el talonador Daniel Dubroca y el tercera Dominique Erbani; el pelotari Pascal Ondarts, de Biarritz también, como el enorme segunda Jean Condom; Jean-Pierre Garouet, de Lourdes, Eric Champ, de Tolón, Alain Lorieux, el director de un camping en Aix-les-Bains y  Laurent Rodríguez, el poitevin afincado en Monferrand.

Los australianos llegaban al partido más confiados, habían ganado todo con holgura (los franceses cedieron un empate con los escoceses en la primera fase) y su juego estaba siendo brillante, bajo la batuta innovadora de Nick Farr-Jones y de Michael Linagh, aun dos jovenzuelos creativos e impertinentes entre palos y palos. Les acompañaban el fortísimo Tom Lawton, talonador, Cameron Llillicrap y el veterano Andy McIntyre, pilares; los gigantones Steve Cutler y Bill Campbell en la segunda línea y Troy Coker, Jeff Miller y Simon Poidevin en la tercera, con Brett Papworth, Andrew Slack, que los capitaneaba, Peter Grigg y el millonario en ciernes David Campese atrás. Hasta seis veces cambió el marcador de dueño si bien algunos intuimos que los franceses se iban a llevar el partido: cuestión de fe y dientes apretados. La primera melé vio a los Wallabies recular y decisivo fue aquel ensayo de Alain Lorieux, pura fuerza, robando el balón al saltador de la corta y cargando en la esquina, arrollando a Lawton y a Farr-Jones, con Rodríguez y Dubroca y Garouche detrás, expectantes. Por lo demás, la carrera por la banda de Lagisquet, inalcanzable, zancada abierta y maillotazotado por el viento; Sella, por el centro, contrapie y potencia, evitando la "francesa" desesperada del primera McIntyre, recurso último de la defensa rota, y Blanco, Blanco, al final, con el tiempo suspendido, el aliento contenido y los ojos desorbitados. Un contrataque, (...a suivre!) mil apoyos, izquierda, derecha, vertical, horizontal, Lorieux noqueado, Rodríguez exhausto, y el 15 grabado a fuego, indeleble, en la retina de Slack y Lawton.C'est formidable. L'essai est accordé... exclamaban Albaladejo y Courdec, los antiguos internacionales del Gallo reconvertidos en la más animada pareja de comentaristas televisivos. Exultantes, enloquecidos, anunciaban que les Bleus llegaban a la final. Allí sería otra cosa. Pero los cánticos de los franceses, ya vacío el estadio, durante una hora antes de retirarse al vestuario, demostraban que su objetivo estaba conseguido.


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